martes, 2 de diciembre de 2025

Pol Pardini Gispert: Desinformación, resentimiento y polarización.




Este adelanto presenta el trabajo de Pol Pardini Gispert, quien profundiza en un aspecto central para comprender la polarización política y social que caracteriza a muchas sociedades contemporáneas, especialmente en el ámbito occidental: la desinformación, fenómeno que en el contexto español se ha popularizado bajo la forma de bulos y mentiras. Se trata de una práctica cuya autoría los distintos bloques en conflicto se reprochan mutuamente, y que deja a la ciudadanía en una situación de indefensión intelectual. En este escenario, el público se ve abocado a tomar partido sin un fundamento epistémico firme, apoyándose más en afinidades afectivas o en relaciones de confianza que en una evaluación racional de las evidencias. 

La erosión de la confianza en la veracidad de la información socava el diálogo social y debilita también la autoridad del profesorado a la hora de analizar fenómenos sometidos a debate público. Esto afecta no solo a cuestiones centrales de la ética, la sociología o la filosofía política, sino a cualquier campo —humanístico o científico— que se vea arrastrado al terreno polémico, desde el uso del género en el lenguaje hasta la teoría de la evolución. Todo parece quedar bajo sospecha de sesgo, manipulación o posible engaño. En este sentido, la voluntad del autor de llevar al terreno académico un fenómeno tan inflamable como el de la desinformación resulta no solo arriesgada, sino necesaria, en aras de reconstruir ese topos común —esas creencias compartidas— que Aristóteles consideraba indispensables para un diálogo constructivo y una argumentación fecunda. 

La trayectoria de Pardini Gispert está ligada al estudio de fenómenos como la polarización y el fanatismo. En su tesis, The Vices of Coherence: Fanaticism and Other Failings (Los vicios de la coherencia: fanatismo y otros defectos), sostiene que el fanatismo, las teorías conspirativas y ciertos mecanismos de desinformación no tienen su origen en un simple déficit de racionalidad, sino en un exceso de idealización de la coherencia mental, que conduce a una rigidez que sacrifica la capacidad de responder adecuadamente a razones y evidencias. Otro de sus trabajos, Nietzschean Nihilism in Context: The Puzzle of Christianity, le sirve para explorar la noción nietzscheana de resentimiento y el modo en que puede emplearse de manera manipuladora para fomentar juicios interesadamente erróneos. 

En el artículo Disinformation, Truth, and Ressentiment (Desinformación, verdad y resentimiento), Pardini argumenta que la finalidad de la desinformación deliberada —información falsa, engañosa, parcial o descontextualizada— presentada mediante un ensamblaje performativo que incluye titulares sensacionalistas, vídeos manipulados, contenidos propagandísticos o el uso irónico de la sátira, es inculcar creencias falsas con el fin de obtener rédito político o económico, o bien causar daño. 

Aunque pudiera pensarse que desenmascarar la falsedad de un contenido bastaría para neutralizar sus efectos, un análisis más profundo revela que estos mensajes se insertan deliberadamente en narrativas preexistentes en las que parte de la población deposita su comprensión del mundo. Su misión consiste en alimentar emociones como el miedo, el resentimiento o el deseo de venganza, y con ello desencadenar agitación política. No se trata tanto del dato falso en sí mismo, ni de las creencias equivocadas que pueda generar, como de la predisposición a dar crédito a una narrativa que lleva a malinterpretar sistemáticamente el mundo, a los demás y a uno mismo. 

En este contexto, Pardini profundiza en la noción de narrativas de resentimiento propuesta por Paul Katsafanas. Estas narrativas explotan la impotencia emocional de quienes se perciben como víctimas de agravios crecientes infligidos por un grupo poderoso y despiadado. Se trata de marcos interpretativos que inducen a juicios erróneos sobre los acontecimientos que evocan, ofreciendo de ellos una visión sistemáticamente sesgada. Su objetivo no es meramente difundir creencias falsas, sino alimentar un entramado emocional de resentimiento y agravio. 

En su nuevo proyecto, Disinformation and Grievance Narratives, Pardini Gispert desarrolla esta idea: el objetivo de la desinformación no es solo inculcar falsas creencias, sino difundir narrativas de agravio, es decir, relatos que explotan quejas —a veces con un fundamento real— para presentarlas como indicios de un problema sistémico más profundo, generalmente atribuido a un grupo poderoso y hostil. La indignación y el resentimiento aparecerían entonces como reacciones justificadas, fruto de campañas destinadas a controlar la opinión pública y canalizar la acción social. La polarización se materializa en dos bandos irreconciliables: quienes “reconocen” las fuerzas responsables del sufrimiento de la comunidad y quienes las ignoran o las apoyan, estos últimos ya no vistos como simplemente equivocados, sino como cómplices o enemigos. 

De este modo, la desinformación insertada en una narrativa de agravio se convierte no solo en un problema social grave, sino también en un problema académico. Estas narrativas, en palabras del autor, “socavan la red de fuentes de información en las que una comunidad puede confiar y, por lo tanto, obstruyen el acceso a bienes epistémicos como el conocimiento y la comprensión”. Al excluir sistemáticamente cualquier explicación alternativa de los fenómenos que afectan a la comunidad, se transforman en esquemas interpretativos dogmáticos y excluyentes.






Deepfakes: el impacto epistémico de los recursos audiovisuales manipulados. 

En relación con el fenómeno de la desinformación y la inseguridad epistémica que esta genera en distintos ámbitos, incluido el académico, cabe mencionar un fenómeno tan actual como inquietante: la proliferación de los llamados deepfakes. El término se emplea para referirse a imágenes, audios o vídeos generados o manipulados mediante inteligencia artificial con la finalidad de ser percibidos como auténticos. A diferencia de otras formas de desinformación basadas en textos o titulares sensacionalistas, como las descritas más arriba, los deepfakes operan sobre el que tradicionalmente ha sido considerado el soporte epistémico más fiable: la percepción visual y auditiva. Al erosionar la confianza en aquello que percibimos, minan uno de los pilares más básicos de la credibilidad testimonial.

La investigación reciente muestra que los deepfakes no solo pueden inducir falsas creencias, sino también provocar distorsiones en la percepción de los individuos o de los acontecimientos manipulados, generar actitudes y reacciones emocionales predeterminadas, producir recuerdos adulterados y contribuir a un clima generalizado de sospecha, ansiedad e indefensión cognitiva. Pero más allá de sus consecuencias inmediatas, la difusión de contenidos manipulados exacerba la desconfianza hacia los medios de comunicación, enturbia el debate público y favorece un escepticismo indiscriminado hacia cualquier medio de información, incluido el académico, dificultando la posibilidad de alcanzar consensos sobre fuentes fiables. En el ámbito educativo, este fenómeno supone un desafío adicional para la autoridad formativa del profesorado y para la construcción del juicio crítico del alumnado, al introducir una nueva capa de incertidumbre sobre la autenticidad del material audiovisual utilizado en el aprendizaje.

Desde esta perspectiva, los deepfakes representan una intensificación tecnológica de los mecanismos descritos por Pol Pardini: narrativas de agravio, explotación emocional y manipulación de marcos interpretativos previos. La información falsa o manipulada se amplifica mediante artificios sensoriales capaces de reconfigurar la experiencia perceptiva y profundizar en la división interpretativa de nuestras sociedades. Frente a este escenario, surge el reto filosófico y formativo de desarrollar herramientas de alfabetización mediática y prácticas de análisis crítico que permitan sostener espacios de confianza y criterios de racionalidad compartida en un entorno cada vez más saturado de noticias e imágenes que escapan a nuestra capacidad de verificación empírica.

miércoles, 22 de octubre de 2025

Pensar con el afecto: la atención como forma de acción mental

Affect in Action; Aaron Glasser & Zachary C. Irving




En su diálogo Fedro, Platón representa el psiquismo humano mediante la metáfora de un carro con dos caballos —uno dócil y otro rebelde— dirigidos por un auriga que, con la ayuda del caballo más noble, trata de controlar y guiar al más impetuoso e insurrecto. Con este símil, divide el alma humana en tres instancias: la racional, representada por el auriga; la irascible, que alberga las pasiones nobles; y la concupiscible, ligada al cuerpo y sus deseos. La racionalidad no era, por tanto, la única guía de nuestras acciones: en nuestras decisiones intervienen también aspectos afectivos, como las emociones o los deseos, capaces de dirigir nuestra atención y llevarnos a determinaciones que no siempre concuerdan con los principios de naturaleza racional.

El artículo de Aaron Glasser y Zachary C. Irving, publicado en el Australasian Journal of Philosophy, se centra en el llamado puzzle del pensamiento obsesivo, en el marco de la filosofía de la acción mental. Su cuestión principal es si el pensamiento obsesivo debe entenderse como un proceso intrusivo que el sujeto padece de forma pasiva y sin control, o si, por el contrario, puede considerarse un pensamiento que manifiesta agencia, es decir, acción por parte del sujeto pensante.

Se trata de un tema recurrente en la neurociencia contemporánea, con implicaciones filosóficas en áreas como el conocimiento y la ética, y con referencias a autores clave en la filosofía de la acción como Elizabeth Anscombe, Donald Davidson o Harry Frankfurt, todos ellos citados en el artículo. El problema de fondo es si todo pensamiento puede considerarse una forma de acción o si algunos pensamientos deben entenderse como procesos involuntarios que el sujeto experimenta sin protagonismo ni control. La clave está en el grado de agencia que el sujeto ejerce sobre sus pensamientos, cuestión que, como ya planteaba Platón, se relaciona con el papel de los estados afectivos en la configuración de la mente, su influencia sobre las decisiones y la capacidad de autogobierno.

La idea central del artículo es que debemos distinguir dos tipos de agencia o acción por parte del sujeto pensante:
  • Por un lado, la agencia ocurrente, que es la capacidad del individuo para guiar su pensamiento y su acción en el momento presente.
  • Por otro, la agencia agregativa, que es la facultad del individuo para organizar y dar coherencia a sus acciones a lo largo del tiempo.

Según los autores, los pensamientos obsesivos serían pasivos en el segundo sentido —pues sabotean la capacidad de organizar la vida mental de forma controlada y coherente—, pero activos en el primero, ya que implican una atención guiada por el propio sujeto. La persona que los experimenta reconoce su contenido, se identifica con lo que le preocupa y dispone de cierta capacidad de resistencia, aunque limitada.

Los autores proponen además integrar el afecto como una dimensión constitutiva del pensamiento. Los estados afectivos dirigen la atención del individuo, preparando los sistemas sensoriales para atender a estímulos relevantes. El pensamiento obsesivo sería así una forma de focalización afectiva de la atención. Sin embargo, el individuo se ve prisionero de estos pensamientos recurrentes cuando estos interfieren en su capacidad para distribuir la atención y mantener una organización mental más amplia.



Afectos como la ansiedad o la preocupación actúan como mecanismos de atención guiada proactiva hacia objetos que pueden ser anticipados —la enfermedad, las penurias, el peligro, entre otros—. Así, más que como un evento involuntario, el pensamiento obsesivo puede entenderse como una forma de atención afectivamente guiada. El sujeto no se limita a padecer el pensamiento: participa activamente en él, concentrando su foco en aquello que le resulta, en ese momento, significativo o valioso. Sin embargo, la obsesión debilita su capacidad reguladora y la organización coherente de su vida mental. El pensamiento obsesivo sería, por tanto, proactivo para mantener la atención en el momento, pero pasivo en el conjunto, en la medida en que restringe el control global de la mente.

Volviendo a la metáfora platónica, los afectos se presentan aquí como una fuerza interna del psiquismo con la que los autores guardan cierto paralelismo, aunque con una diferencia fundamental: en lugar de reprimirlos o dominarlos con dureza, proponen organizarlos dentro de un conjunto coherente, dándoles su lugar sin dejarse arrastrar por ellos. Así, la figura del auriga se sustituye por la del pastor que contempla y guía sus afectos. La lectura del artículo resulta especialmente interesante para los profesores de filosofía de Bachillerato, pues ofrece una reflexión actualizada que puede aplicarse a temas como: 

  • La relación entre afectos y razón, desde la oposición clásica a una visión integrada más propia de nuestro tiempo;
  • la noción de acción libre y su conexión con el control de los pensamientos;
  • la relación entre pensamiento y acción en la antropología filosófica;
  • la relación mente–cuerpo y la crítica del dualismo, mostrando un enfoque no dualista del afecto y la cognición;
  • el uso de los afectos como filtros de atención y su función en la generación deliberada de sesgos cognitivos en la comunicación social y política;
  • y, de modo transversal, su relación con la motivación y el control de la atención en el aprendizaje.

Asimismo, permite establecer vínculos con autores del currículo como Platón, ya mencionado; Aristóteles y su noción de phrónesis o sabiduría práctica; Descartes y el dualismo mente-cuerpo; Kant y su ética racional independiente del sentimiento; o Nietzsche, con su visión de la voluntad y las pasiones como origen de los valores filosóficos.






La lucha contra los miedos, las dudas y los sentimientos de culpa.

Una de las paradojas que plantea la propuesta de Glasser e Irving sobre la agencia o voluntariedad de los pensamientos obsesivos es su carácter disruptivo, con frecuencia molesto y profundamente perturbador en trastornos como la ansiedad o la depresión. En estos casos, la persona afectada lucha por desembarazarse de imágenes mentales recurrentes que le provocan miedo o tristeza, sin lograr liberarse de ellas ni equilibrar su ánimo con expectativas más serenas y esperanzadoras.

Este aspecto es el que lleva a Harry Frankfurt a interpretar dichos pensamientos como pasivos, en la medida en que son procesos que el individuo padece y frente a los cuales solo puede oponer una resistencia basada en la reflexión y la voluntad.

¿De qué modo argumentan Glasser e Irving contra esta posición de pasividad comúnmente atribuida a los pensamientos obsesivos? Reconociendo que sus efectos negativos generan rechazo y pueden conducir a estados patológicos —culpa, ansiedad o miedo—, los autores sostienen que el foco mental que los sostiene sigue estando parcialmente en manos del propio sujeto, que se identifica con el contenido que lo obsesiona. En el caso de la ansiedad o la depresión, por ejemplo, la atención permanece fijada en las amenazas o motivos de desazón que alimentan el malestar.  Aquello que el sujeto teme o valora profundamente continúa orientando su foco mental, aunque sea de forma parcial o racionalmente indeseable.

La lucha no se produce, por tanto, entre el pensamiento y la voluntad, sino entre diferentes modos de organizar la atención y el afecto. No se trata de reprimir tenazmente el pensamiento, sino de reordenar la vida mental, recuperando el control agregativo —la visión de conjunto— que permite distribuir la atención y devolver coherencia a la experiencia interior.




El ciclista obsesionado


Cuando ejecutamos una acción motora —beber, coger un objeto, andar o montar en bicicleta— el sistema motor opera mediante una cadena funcional que va desde la planificación hasta la ejecución y la corrección continua. En el plano neuronal, este ciclo involucra regiones ejecutivas y sensorimotoras (redes fronto-parietales y corteza prefrontal), áreas de secuenciación motora (pre-SMA, SMA, M1) y bucles de predicción y ajustes (cerebelo y ganglios basales), junto con modulaciones motivacionales dependientes de sistemas dopaminérgicos. Estas estructuras permiten que el ciclista mantenga el equilibrio y corrija el movimiento en tiempo real a partir de señales predictivas y retroalimentación sensorial.

Glasser y Irving proponen, como hipótesis heurística, un paralelismo funcional entre esa arquitectura de control motor y la arquitectura del control atencional afectivamente guiado. En términos atencionales, las redes fronto-parietal y cingulo-opercular implementarían control proactivo (preparación y mantenimiento del foco) y control regulador (detección y corrección de desviaciones), mientras que estructuras límbicas y regiones valorativas (p. ej. amígdala, vmPFC/OFC) podrían sesgar proactivamente la atención hacia contenidos con carga emocional; la red de modo predeterminado (DMN) aparece vinculada a procesos autorreferenciales y rumiativos. 

Desde esta perspectiva analógica, la rumiación o el pensamiento obsesivo funcionarían como un bucle de retroalimentación afectiva que devuelve repetidamente la atención hacia objetos valorados o temidos (problemas económicos, rupturas afectivas, incertidumbres diagnósticas, asuntos políticos). En episodios aislados tal retorno revelaría agencia ocurrencial —un control momentáneo y dirigido—; pero la persistencia de ese bucle, análoga a la sobredominancia de un hábito motor, tendería a socavar la agencia agregativa y la flexibilidad atencional a gran escala. Es importante subrayar que se trata de una analogía funcional y heurística, que sugiere vías empíricas fructíferas sin pretender establecer una identidad neural literal entre pensamiento y movimiento.


Affect in Action; Aaron Glasser & Zachary C. Irving. 

Australasian Journal of Philosophy

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